jueves, 28 de julio de 2011

NUESTRA LEY DE PROCEDIMIENTO CRIMINAL

Si los códigos penales de cualquier país son importantes por cuanto define lo que es delito y lo que no lo es, cuestión no tan sencilla como parece, por que hay figuras jurídico penales que son bien discutibles y variables, la ley que regula el proceso no lo es menos, pues los pasos que hay que dar hasta que a un ciudadano en un estado de derecho que funcione, se le considere como delincuente, deben de estar regulados correctamente, para garantizar que la Ley se aplique con justicia, cuestión nada fácil.

El proceso penal debe de establecer el sistema que garantice los derechos de todos los implicados en la causa, desde el de los perjudicados o víctimas, hasta los del presunto autor de los hechos que, no lo olvidemos, es inocente técnicamente hasta que no se demuestre lo contrario por sentencia firme.

En ello, en tener una buena ley de proceso penal, nos jugamos mucho. Y ahora hay que preguntarse, ¿qué ley de esta clase tenemos en España? Pues una de 1.888, nada menos, que ha resistido la monarquía, la dictadura de Primeo de Rivera, la república, la dictadura de Franco y la democracia actual.

Que no era fácil cambiar esta vetusta ley, se entiende sólo a la vista de su vida dilatada. Pero al final parece que tenemos un ministro de justicia, que le ha incado el diente a tan importante y espinosa cuestión. Dice el ministro Caamaño, que uno de los motivos por el cual no se ha llegado a gestar y aprobar un nuevo texto de enjuiciamiento criminal, es por la resistencia de los jueces de esta país a perder el poder que les da la instrucción de la causa. Y por ahí iban los tiros.

Ya hubo tiempo y no hace tanto, en que nuestro jueces instruían, o sea investigaban el delito, adoptando medidas cautelares tan importantes como la prisión preventiva o la fijación de fianzas…y también lo juzgaban. Tal desafuero jurídico terminó con la intervención del Tribunal Constitucional y entonces nació el llamado “procedimiento abreviado”, una lindeza que padecemos desde hace años y que si bien terminaba con la contradicción de que el instructor también fuera juez en los delitos menos graves (se crearon los jueces de lo penal), castigaba y castiga al “imputado” (vaya palabreja esta), con la pena de banquillo, pues la resolución que abre el juicio oral no admite recurso. Y así hemos pasado muchos años, sentando en el banco de los acusados, a personas que claramente eran inocentes o que se sabía de antemano que no había pruebas suficientes para su condena. Y en el mejor de los casos ciudadanos a los que no se permite discutir ante un Tribunal superior si tienen que sentarse o no para ser juzgados.

Al amparo del vetusto procedimiento del que nos vales, lleno de parches y correcciones legales, los jueces en este país han gozado de un poder excesivo en fase de instrucción y bastantes han hecho mal uso de él, hasta el punto de que hemos dado lugar al nacimiento de una especie judicial desconocida en otros pagos: la del juez estrella, famoso por sus medidas desmedidas de investigación, aplaudidas a menudo por los partidarios no ya de la justicia rápida, sino del linchamiento mediático. Y cuanto más rriba esté el personaje o más famoso sea, más disfruta el gentío con las imágenes televisadas de personas detenidas y esposadas, simplemente para ir a prestar declaración ante un juez omnipotente y soberbio, que va a jugar con miedo y la presión que agobian al detenido que comparece a su presencia.Esto recuerda en cierto modo al “panem et circenses” de la Roma imperial, pero con sirenas, uniformes y togas por en medio.

En un mundo globalizado y perfectamente comunicado, en donde ya resulta bien difícil escaparse a la acción de la justicia (recuerden el caso Roldán, el Dioni o muchos otros como el más reciente del jefe de la banda que atracó el chalet de Jose Luis Moreno y que fue localizado y detenido en Albania), nuestro jueces siguen trayendo esposados a personas que no se van a escapar, que son infensivas y que incluso son representante electos del pueblo. Curiosamente, esto no se hacía ni en tiempos de la dictadura ni en los primeros de la democracia.

Así las cosas, la reforma que propone y presenta al Parlamento el Ministro de Justicia, intenta restar a los jueces el poder inmediato de la instrucción de la causa que ahora detentan. Se trata de que sean los fiscales los que instruyan y que exista un juez que sean quien decida luego si hay motivos para encarcelar a los interfectos, que perderán el feo nombre de “imputado”, para pasar a ser “investigado”. Así vamos bien, señores.

Bueno, para mi opinión, todo lo que sea dividir el poder es bueno en democracia, sobre todo si tratamos con el asunto más grave al que se puede enfrentar un ciudadano, o sea, que lo quieran meter a la cárcel.

Así, hasta donde yo sé, el sistema va a funcionar con un fiscal que investiga e instruye, un juez de garantía, que decide los puntos más importante en esa fase del proceso y vela por su pureza, o sea, que se respeten las leyes y sobre todos los derechos de las personas implicadas en el caso (de todas) y un juez, tribunal o jurado, que será quien emita el veredicto definitvo.

La cosa suena bien y es seguro que vamos a cambiar para mejor, porque el actual mecanismo del proceso penal en España no sólo está anticuado, sino que ya hace aguas por todas partes y hace mucho tiempo de eso.

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