Hace
bastantes años estaba con mi esposa en Salvador de Bahía, en Brasil, ciudad
famosa por sus carnavales. Si Rio de Janeiro tiene el sambódromo, con todo su
gran espectáculo de luz y color, Bahía tiene la calle y las gentes. Ellos dicen
que sus carnavales, son más participativos…y tanto que lo son. En la calle no
existen disfraces ni mucho colorido, pero hay sobre todo música y multitudes. En
el carnaval desfilan los allí llamados “blocos”, que son la versión bahiana de
las escuelas de samba de la ciudad carioca. Sólo decir que en la calle hay
cientos de miles de personas, más de un millón tranquilamente. Y todo el mundo
baila al son de los potentes altavoces de “los trios eléctricos”, que son como
discotecas rodantes, ya que se montan sobre un camión trayler, en cuya parte
superior actua el grupo musical correspondiente y el resto de la caja está
lleno de altavoces con decibelios que harían temblar de envidia a la discoteca
más grande del mundo.
Un bloco de aquellos puede llegar a las
15.000 personas, que únicamente se distinguen por una camiseta, con el nombre
del club y que es la que les identifica. Y que a nadie se le ocurra prescindir
de la prenda, porque sería arrojado al instante y de forma violenta por los “seguranzas”,
que controlan el bloco y lo rodean con una maroma de barco, para que todo el
mundo sepa donde está, si dentro o fuera del grupo.
Pues bien, estábamos dentro de un club
de estos, desfilando por las calles de la ciudad, bailando claro, que es lo que
se hace allí durante horas y horas, aparte de beber, comer…y otras cosas
placenteras.
Nuestro bloco podía tener unos 5.000 componentes,
que son bastantes, aunque no para esta ciudad brasileira.
En un momento determinado, pasando por
la parte antigua de la ciudad, unos cables del tendido eléctrico, viejos como
las casas que los sustentaban, se descolgaron y comenzaron a soltar chispas,
amenazando con caer encima de la multitud.
La reacción fue inmediata, con la
fuerza de una ola gigante, la masa, escapando del peligro, se desplazó hacia
nosotros y nos vimos arrastrados sin remisión hacía la pared de un edificio, al
otro lado del siniestro. Quiso la suerte que existiera un portal abierto, en
donde nos refugiamos… y que la masa no apretara un poco más.
En esos momentos uno se da cuenta de lo
cerca que ha estado de la muerte.
La tragedia del Madrid Arena no es si
no otra más propia de la irreflexión de la gente que se mete en una masa
siempre peligrosa y la irresponsabilidad de quien lo permite.
Esta clase de trágicos sucesos se
repite con relativa frecuencia, sin que aprendamos a tomar las medidas
oportunas para tratar de evitar nuevos casos. Partidos de futbol, conciertos,
concentraciones religiosas o los encierros de San Fermín por ejemplo han visto
casos de amontonamiento de personas, con las consecuencias lógicas de muertos y
heridos.
La gente que acude a esa clase de
concentraciones de masas, a menudo jóvenes, va a divertirse o en general a
pasarlo bien por el motivo que sea y pocas veces es consciente del enorme
peligro que se corre en medio de miles y miles de personas, que pueden en un
momento determinado, presas del pánico, de una pelea, de un incendio o de
cualquier otra causa similar, incurrir en una especie de estampida humana, en
donde los individuos actúan a una sola, como manada o rebaño, sin reflexionar
en lo que hace ni en las consecuencias de lo que hace.
Así pues, el consejo es obvio, escapar
siempre de las grandes concentraciones humanas o al menos situarse en un lugar
en donde el peligro sea mínimo y fácil ponerse a salvo de lo que es previsible
que puede ocurrir en estos casos. Aunque, como decía mi abuela, “de todo lo que
se da y todo lo que se ofrece, son los consejos tal vez, lo que menos se
agradece”. Pues eso, que volverá a ocurrir, porque estas cosas, aunque sean
terribles, se olvidan pronto y con facilidad.
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